02 diciembre 2007


A veces despertamos con una muerte a cuestas,
marternal, indolora, acariciante,
que nos obliga a caminar despacio
por el miedo a caer
y nos sume en la niebla
de un tenaz y voraz presentimiento.
Sentimos nuestro cuerpo, nos movemos,
respiramos tranquilos;
pero de pronto, el fardo que en la espalda
con presencia invisible nos oprime
hace que el pensamiento
adivine el peligro,
y entonces, con cuidado
medimos nuestros pasos,
y hacemos penetrante la mirada
como queriendo descubrir la forma
de un enemigo próximo que anhela devorarnos.
Ni la mañana en desnudez de aroma,
ni los golpes de luz en nuestros ojos,
ni las palabras que pronuncia el viento,
logran hacer que nuestro cuerpo sienta
seguridad y fuerza
para vivir la vida que posee;
y al pasar por los lugares conocidos,
por calles que sabemos de memoria,
por esquinas amigas,
nos hiere un sobresalto,
una angustiada sensación de espera,
y nos parece que todo lo que vemos
no tiene realidad, ni tampoco volúmen,
que existe como existen los espectros
levitando la nube de su hueco;
y tanto nos contagia
el incierto desfile de sorpresas,
que también nos sentimos
sonámbulas imágenes sin nombre.

Ni la mano que adiente nos saluda,
ni la voz que nos llama
con nuestro justo nombre y apellido,
ni la pregunta disparada al paso
por un ser desolado,
nos logra convencer
de que estamos aún en éste mundo;
y la duda se vuelve certidumbre
de que ya, desde el área de la muerte,
estamos contemplando lo que existe.

A veces despertamos con una muerte a cuestas,
material, indolora, acariciante,
tan viva en su morir
que nos hace sentir que ya no somos;
pero al librarnos de ella,
volvemos a pisar tierra firme,
a creer en el cuerpo que habitamos,
a contemplar el sol que late sin descanso,
a sufrir la fatiga de la sangre;
y entonces nos invade
un llanto como el llanto que lloramos
en el instante exacto de nacer,
porque todo lo que vemos nos convence
de la verdad de haber resucitado.

POEMA DESDE MI MUERTE, ELIAS NANDINO.

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